Como todos los días, acabada la cena, Juan se iba a dar una vuelta por los preciosos jardines del monasterio, llenos de jóvenes rosas y blancas margaritas. Pasear por esos jardines le daba una paz espiritual, interior. Mientras paseaba y pensaba en sus cosas, y como siempre cogía una rosa para su habitación, se encontró con una monja que nunca había visto en ese monasterio, y cuando se cruzaron sus miradas, el tiempo se paró, como si nadie existiera en el mundo nada más que ellos dos. Fueron unos segundos eternos, angelicales, donde Juan se quedó perplejo mirándola. Ella dijo “buenas noches” con una voz tímida, quebrada. Cuando la chica pasó de largo, él se quedo con la mirada fija, un segundo, dos segundos, tres segundos, cuatro y cinco hasta que decidió seguirla. Juan, al alcanzarla, le dio la rosa que había cogido, como señal de amor, para que cada vez que viera la rosa se acordara de él.
Pasaban los días, y Juan no hablaba con ella, solo le valía cruzar unas tímidas miradas con ella, porque los monjes y las monjas no podían establecer conversaciones. La flor que le dio poco a poco iba marchitándose, cayéndole los pétalos. Ella no entendía la razón de su marchitación, porque ella le echaba agua todos los días dedicándole todo el amor que no le podía dar a Juan. Los pétalos de la flor iban cayendo, y a medida que caían el alma de Juan iba muriendo poco a poco. Era un alma en pena, una especie de marinero errante sin destino, conducido por las bravas aguas hacia el fin de la tierra.
Juan dejó de creer en Dios y estaba ofuscado, como si siempre andara en espiral, y cuando encontraba una salida allí aparecía ella. Había caído, sin quererlo, en su gravedad, los días sin ella eran como precipicios, no había manera humana de escapar.
Hasta tal punto llegó su desesperación, que, llevado por la locura que es el amor, hizo un fuerte nudo con su cuerda del hábito y se colgó. Su respiración se hizo violenta e insoportablemente dolorosa. Al mismo tiempo, la monja observaba con pesar cómo su último pétalo descendía lentamente, y, de repente, Juan cesó de respirar.
Juan dejó en su mesilla de noche unos últimos versos, dedicados a esa rosa, que tanto dolor le causaron sus espinas:
Oh roja y punzante rosa
Que sensación tan horrorosa
Y sin embargo! Maravillosa
Creces despacio y sin mirar
Para que nadie te pueda dañar
La história está bastante bien, aunque no es muy compleja ni tiene mucho argumento. Él se enamora perdidamente de ella con sólo unas miradas y al muy poco tiempo se suicida, esto no me parece una verdadera história de amor.
ResponEliminaEstoy de acuerdo con Elena aunque podría interpretarse todo en clave mística y entender que San Juan de quien se ha enamorado y por quien se ha suicidado es por Dios (vestido de mujer). Realmente, separándose de su amada ha conseguido llegar a Dios, vía unitiva, objetivo de los místicos.
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