dilluns, 26 de desembre del 2011

Unos días en la vida de Cristóbal de Castillejo

Me levanté al lado de mi amada Ana de Schaumburg, tras la apasionante noche anterior. Fui a buscar algo de comer para mí y para Ana; y como no encontré nada, llamé a Jacinta, la sirvienta que me era muy fiel. Nos preparó el almuerzo a mí y a Ana. Más tarde le pregunte a Ana si quería que fuéramos al lago cabalgando y aceptó encantada.

Jacinta nos preparó la comida para que pudiéramos pasar el día entero en el lago. Estuvimos cabalgando veinte minutos y ella me ganó la carrera que hicimos para llegar. Cuando llegamos, nos sentamos a la orilla del lago y nos descalzamos, poniendo los pies en el agua, que estaba perfecta para nadar.


Nos desnudamos y nos pusimos a nadar, haciendo bromas y riéndonos todo el rato. Unas horas después, salimos del agua y nos secamos para luego ponernos a comer. La miré mientras estábamos tumbados uno al lado del otro y pensé que mi vida era perfecta al lado de ella y que no podía haberme enamorado de mujer mejor que ella.

Una vez nos secamos, empezamos a comer lo que la buena de Jacinta nos había preparado, pollo. Mientas estábamos comiendo, hablamos sobre nuestros planes del futuro. Le dije que construiría para ella una casa en este lago, donde formaríamos una familia y yo podría dedicarme a escribir poesía tranquilamente.

A la tarde, volvimos a casa. Esta era lo bastante grande para vivir muchas personas, pero ya empezaba a ser demasiado vieja, incluso se nos caía alguna piedrecilla de la pared o había demasiada humedad. Saludamos a Jacinta y fuimos a cambiarnos para la cena. Mientras esperábamos a que la cena estuviera lista, salimos al jardín a ver la puesta del sol. La abracé y lo vimos juntos, fue fantástico, nunca me sentí tan feliz.

Fuimos a cenar. Jacinta nos había preparado sopa de verduras que estaba deliciosa. Cuando nos acostamos, Ana y yo, empezamos a abrazarnos y acariciarnos hasta que nos dormimos. Esa noche no pude dormir bien. Me desperté sobre las cuatro de la mañana, salí al balcón de la habitación y miré las estrellas. Sabía que dentro de poco iba a suceder algo; siempre que me pasaba algo así iba a pasar algo malo en esa semana. Por ejemplo, a los quince años me pasó lo mismo cuando me llevaron para servir al archiduque Fernando de Habsburgo.

Dos días después recibí la visita de un extraño. Era un conde de pinta extravagante y bohemio, aunque no recuerdo su nombre por mucho que me esfuerce. Supongo que no quería acordarme de ese elemento. Me dijo que era un gran seguidor de mi poesía y que quería que yo le enseñara. Empezó a venir cada tres días, pero cuando me di cuenta de que mi querida Ana se fijaba en él, ya era demasiado tarde. La octava vez que vino, me di cuenta.

Yo fui a hacer un recado a la ciudad, pero cuando volví, encontré a mi Ana y a ese asqueroso conde en mi cama, copulando. No podía creerlo, después de todo lo que Ana y yo habíamos vivido juntos. El conde sacó una espada y yo otra. Yo casi no sabía luchar con la espada, por lo que me ganó y se llevó a mi querida Ana para siempre. Después de eso, ya no volví a confiar en las mujeres, y sobre todo, después me enteré de que ese conde se casó con otra mujer, encerrando a Ana en una torre donde la dejó morir.



El poema compuesto por mí es el siguiente:

Señora que me dejaste
solo y triste sin ti
¿Qué será ahora de mí?
Sin despedirte te fuiste.
Sentí que me abandonaste.
Me alivia pensar que estás
en mejor lugar quizás.
Pienso en ti sin parar
¿Cómo te pudieron matar?
Sé que pensando en mí estás.

2 comentaris:

  1. Uf, la fatalidad del poeta. ¡La eterna fatalidad del poeta! Siempre vagando entre la perfecta alegría y la más absoluta tristeza.

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  2. Miosès, no entiendo lo que has dicho.

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