Rosa Montero.
Me admira que, tantos días después, sigamos pegados a la catarata de las páginas necrológicas de Mandela sin repulsión ni hastío, que es lo que se suele experimentar en este tipo de hemorrágicos ditirambos mortuorios. De Mandela, en cambio, nos interesa todo, desde los magníficos textos de Carlin hasta las imágenes de esa fiesta interminable que está siendo su despedida. La intensidad de nuestro interés nos da la medida de lo muy necesitados que todos estamos de creer en lo que Mandela representa: alguien a quien la adversidad no doblegó, a quien el odio no envenenó, a quien el poder no corrompió. Era un político que honró la política.
Me admira que, tantos días después, sigamos pegados a la catarata de las páginas necrológicas de Mandela sin repulsión ni hastío, que es lo que se suele experimentar en este tipo de hemorrágicos ditirambos mortuorios. De Mandela, en cambio, nos interesa todo, desde los magníficos textos de Carlin hasta las imágenes de esa fiesta interminable que está siendo su despedida. La intensidad de nuestro interés nos da la medida de lo muy necesitados que todos estamos de creer en lo que Mandela representa: alguien a quien la adversidad no doblegó, a quien el odio no envenenó, a quien el poder no corrompió. Era un político que honró la política.
Corren malos tiempos para la democracia. Veo en todo
el mundo una crisis en la credibilidad de este sistema, un creciente
enojo ante sus abusos evidentes, ante su hipocresía y su cinismo. Nadie
parece confiar en los políticos: la frase “todos son iguales” es el lema
de moda. Y los únicos que parecen un poco menos iguales, justamente,
son los que preconizan las hogueras purificadoras y la mano dura. Quiero
decir que veo brotar por doquier la flor negra de la añoranza de la
tiranía. Haber nacido en una dictadura me vacunó contra ello, pero el
mundo está lleno de ignorantes que, escandalizados por las corruptelas
democráticas, creen que los sistemas dictatoriales son más limpios sólo
porque son infinitamente más opacos: no sólo la porquería y los abusos
no trascienden, sino que además dan respuestas simples a los problemas
complejos y luego se encargan de ocultar todo el daño que esa
simplificación ha provocado. Yo sigo creyendo, en fin, que la democracia
es el sistema menos malo, y que, con todas sus contradicciones, ha
permitido mejorar notablemente la situación del mundo. Y también creo
que no hay que rendirse y que hay otra manera de hacer política. Lo
demostró Mandela.
El País. 10 diciembre 2013
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