dimarts, 10 de desembre del 2013

Entre todos

Elvira Lindo. 
Los impulsos caritativos fueron engullidos hace tiempo por la acción solidaria. Se trató de un acto de justicia social. La palabra “caridad” en sí no tenía culpa, ni tan siquiera en su acepción de virtud teológica, dado que define el auxilio que una persona le presta a otra; pero las palabras se acaban definiendo por su uso, y la caridad tiene hoy la innegable connotación de ser un parche a los derechos humanos, nunca la solución a la desigualdad. Eso no quiere decir que la generosidad con el necesitado no sea admirable. Los españoles están dando en estos tiempos prueba de ello, incluso ha habido un aumento del dinero, según datos de la European Anti Poverty Network, que destina el ciudadano a fines sociales en la declaración de la renta.
La cuestión es que cualquier acto movido por la voluntad de ayudar a quien más lo necesita tendría que ser discreto, y quien airea su generosidad es el que espera adornarse con ella. Pero, sobre todo, hay que preservar la dignidad del necesitado, que aun estando en una situación lamentable jamás debería convertirse en carne de show televisivo. Eso es algo incontrolable en la televisión privada pero esperamos una actitud diferente de la pública. Muchos de ustedes saben de lo que hablo. El programa de creciente popularidad Entre todos, dedicado a convertir en lacrimógeno lo que es dramático y a hacer espectáculo de la caridad, es una muestra de cómo vulnerar las reglas de respeto hacia el necesitado (para colmo, a veces es un menor), ignorando la idea de justicia social para volver a aplaudir el impulso caritativo de la España de Ustedes son formidables. Con esto, repito, no critico los actos individuales de ayuda al otro. Si no fuera por ellos no sobreviviríamos. Pero los pobres tienen dignidad. Que se lo pregunten si no a quien más sabe de esto, los trabajadores sociales.
El País. 13 de noviembre de 2013

Otra manera


Rosa Montero.
Me admira que, tantos días después, sigamos pegados a la catarata de las páginas necrológicas de Mandela sin repulsión ni hastío, que es lo que se suele experimentar en este tipo de hemorrágicos ditirambos mortuorios. De Mandela, en cambio, nos interesa todo, desde los magníficos textos de Carlin hasta las imágenes de esa fiesta interminable que está siendo su despedida. La intensidad de nuestro interés nos da la medida de lo muy necesitados que todos estamos de creer en lo que Mandela representa: alguien a quien la adversidad no doblegó, a quien el odio no envenenó, a quien el poder no corrompió. Era un político que honró la política.
Corren malos tiempos para la democracia. Veo en todo el mundo una crisis en la credibilidad de este sistema, un creciente enojo ante sus abusos evidentes, ante su hipocresía y su cinismo. Nadie parece confiar en los políticos: la frase “todos son iguales” es el lema de moda. Y los únicos que parecen un poco menos iguales, justamente, son los que preconizan las hogueras purificadoras y la mano dura. Quiero decir que veo brotar por doquier la flor negra de la añoranza de la tiranía. Haber nacido en una dictadura me vacunó contra ello, pero el mundo está lleno de ignorantes que, escandalizados por las corruptelas democráticas, creen que los sistemas dictatoriales son más limpios sólo porque son infinitamente más opacos: no sólo la porquería y los abusos no trascienden, sino que además dan respuestas simples a los problemas complejos y luego se encargan de ocultar todo el daño que esa simplificación ha provocado. Yo sigo creyendo, en fin, que la democracia es el sistema menos malo, y que, con todas sus contradicciones, ha permitido mejorar notablemente la situación del mundo. Y también creo que no hay que rendirse y que hay otra manera de hacer política. Lo demostró Mandela.
El País. 10 diciembre 2013